Cuando escucho aquel “sí” al pie del altar me quito esas manos delgadas de encima. Sus dedos largos y uñas puntiagudas me producen rechazo. Tanto tiempo he estado prisionero en sus brazos que la desprecio profundamente. Como un enajenado echo a correr desenfrenadamente, a culo pelado, hasta el techo. Miro el hermoso cielo azul y siento unas ganas tremendas de no detenerme y volar como un grácil planeador. Mientras tanto, abajo, unos chiquitines gritan “¡locos!, ¡locos!” y lanzan piedras hacia la entrada. Su entretención diaria después de clases.
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